Corre el año 2002. España juega entre el 8 y el 10 de febrero frente a Marruecos la primera ronda de la Copa Davis. El Príncipe Felipe de Zaragoza se transforma por unos días en una pista de tierra batida. El equipo español está formado, entre otros, por Álex Corretja, Albert Costa, Juan Carlos Ferrero y Joan Balcells, ese fornido doblista de enormes patillas.
Algunos afortunados jóvenes jugadores tenemos la oportunidad de asistir a un clínic con Álex Corretja, lo que, además, nos permitirá conocer in situ el buen ambiente de la selección española. Entre sus componentes, un chaval de 16 añitos, enorme brazo izquierdo y poderosa consistencia mental. Enarbola la enseña nacional, es el abanderado del equipo. Mi entrenador me da un codazo y me dice “mira, ése va a ser el mejor del mundo dentro de tres años”. No digo nada, esos pronósticos se dan cada día gratuitamente, sin embargo la generosa confianza en mi entrenador deriva en que retenga su nombre: Rafael Nadal. Llego a casa y busco su nombre por Internet. No encuentro casi nada, pero me sorprende una corta entrevista en la que el de Manacor asegura que él lo que quiere es “ganar Wimbledon”. “¿Wimbledon? ¿Un español? Ya veremos” pensé. Y vaya que sí lo vimos. Porque el resto, para nuestro deleite, es historia.
Cientos de analistas en todo el mundo han querido dar con la razón del éxito de Rafa. No es ni el mejor sacador, ni posee la mejor derecha, ni el mejor revés, ni la mejor volea… pero es el mejor. ¿Por qué? Yo tengo una teoría más que añadir al montón. Se me ocurrió al ver la intensidad de la mirada de Nadal en un partido. Rafa Nadal ama al tenis. Y el tenis, un amante tan exigente y tan difícil, le corresponde. Ama el olor que dejan las bolas en las manos tras los entrenamientos. Ama las zapatillas desgastadas. El ruido con el que protestan las cuerdas cuando se rompen. La queja que emiten cuando golpeas la bola sin antivibrador. El reconfortante acorde del bote de la bola cuando compones un passing. Ama por igual morder el trofeo recién conquistado que curarse las ampollas de los dedos tras un exigente partido. Encordar la raqueta a la tensión precisa y levantarse cada mañana temprano para golpear una derecha, y otra, y otra, y otra, y otra… sin desmayo. Porque, en él eso no es un medio para un fin, sino el fin en sí mismo, la realización de su sueño. Porque Rafael Nadal ama al tenis y lo respira por los cuatro costados. Y el tenis, sin duda alguna, le corresponde.
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