Perdón por mi acusada ausencia durante estos días. Un proceso febril me ha tenido postergado en la cama y con pocas ganas (osea ninguna) de ponerme a mirar la pantallita de un ordenador. Como ya me encuentro mejor, voy a hacer un análisis de la final de la Copa Masters finalizada el domingo pasado. Puede que sea un poco tarde para ello, pero chico, me he dicho: ¡mejor tarde que nunca!
Creíamos en él porque lleva tantos años ganando que ya se le nombra como favorito por inercia propia. Sin embargo, todos pensábamos que Nadal le tenía tomada la memoria y que estaba en la cuesta abajo.
Su juega era errático. Estaba desmotivado. Su revés ya no era el mismo. Sólo aguantaba dos sets a máximo rendimiento.
El Rey, Perfect Federer, cogió todos esos trabajados argumentos esgrimidos, los arrugó y los lanzó a la papelera con desidia. Con autoridad. Con genialidad.
Annacone ha hecho bien su trabajo. Roger ha vuelto. El gran Roger, ese que se paseaba por las pistas de medio mundo mirando a los demás desde su pedestal de imbatibilidad. Ese es el tenista que todos conocíamos y que, ahora, ha vuelto. Ese jugador que parece que pasa del partido, que no corre casi pero que, cuando le están machacando, suelta un revés a una mano que envía un misil cruzado y acaba con el punto como diciendo 'ya basta, no me apetece correr más'. Es el díscolo. El Zidane del tenis. El talento puro. Y ha vuelto.
Avanzó por sus rondas sin mirar nada más que su propio ombligo. Daba igual quién fuera el oponente porque el resultado era el mismo: una victoria fácil y sin paliativos. Ferrer, Soderling, Murray y Djokovic, jugadores que sólo con nombrarlos asustan. Para Federer, simples parones en su camino hacia la final. En ella, Rafa Nadal. El único jugador que puede hacer que Roger levante la cabeza de su ombligo y mire al rival a la cara. Le trata como igual y no es para menos: consiguió hacerle un set. Parece poco, pero a este Roger hacerle un set es un milagro.
Sin embargo, el suizo no estaba para bromas. Terminó el partido por la vía rápida, agarró su título con avidez y miró a Rafa como diciendo: éste es mío, no me lo vas a quitar. Está harto de que le quiten su aura de leyenda. Sabe que sin el español él, sin esfuerzo apenas, sería una leyenda viva aclamada allá por donde pasase. Y esta era su venganza.
Roger ha vuelto y Nadal no se ha ido. Nos esperan años de gran rivalidad que disfrutar. Eso pensamos todos cuando vimos el vendaval Federer del domingo. El pensó: 'por fin me he quitado este peso de encima'. Pero le cayó otro peso mucho mayor. Uno mucho más pesado. Cuando se adelantó a dar la mano a su derrotado amigo vio el desafío pintado en sus ojos. Desde que aquella maldita bola rozó la línea y Federer alzó los brazos, Nadal ya estaba pensando en una sola cosa: Open de Australia 2011. Esa es la diferencia entre ambos. Nadal no lloraba. Su postura erguida significaba tensión, su ceño fruncido indicaba decisión. Mientras le entregaban los premios al segundo mejor maestro del circuito, un sueño para cualquiera, el movía los pies inquietos. QUería irse a la pista a trabajar sus errores, a subsanarlos y a volver para ganar. Federer tiembla, incluso en la victoria. No va a haber un minuto en el que Rafa no piense en vencerle en el próximo Grand Slam, en arrebatarle su recién recuperado cetro.
Y, allí, de pie en medio del O2 Arena de Londres, yo me fijé en sus ojos. Estaban muy lejos de Londres, en una pista de entrenamiento. Estaban pensando en salir de allí. Estaban pensando en luchar. Sus ojos indicaban horas y horas de deleite para nosotros, los afortunados testigos de la batalla de estos dos seres excepcionales.
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