miércoles, 15 de junio de 2011

Leyendas para siempre




El deporte es básicamente, competitividad. El objetivo es ganar, vencer, superar al otro. Jugar bien, arrastrar masas, ganar dinero, encandilar, marcar época… todo eso, al final, son complementos. Extras. El objetivo último, el principio del deporte es ganar. Para mí, las rivalidades, a lo largo de la historia, son lo que han alimentado este espíritu. El Barça y el Madrid, los Celtics y los Lakers, River y Boca, Pelé y Maradona, Senna y Prost, Mohammed Ali y Joe Frazier, Borg y McEnroe…


Todos son simples nombres de equipos y jugadores. Juntos, en cambio, son la historia de enfrentamientos, de rivalidades, de careos y a veces, incluso de insultos. La salsa del deporte, la guinda del pastel. Lo que, probablemente, transforme el deporte en algo más, en algo que mueve pasiones, que genera miles de millones de euros, que trasciende lo lógico y transforma a los ídolos en héroes y a los héroes en leyendas inmortales. Es la rivalidad, las grandes batallas, la épica lo que llama al espectador, al juego, a la Historia.

En los últimos años hemos podido hablar de muchas rivalidades, aunque quizá más apagadas que antes. En fútbol, el Barça camina con paso firme por España sin oposición desde la capital. En baloncesto las grandes rivalidades de los 80 y los 90 andan de capa caída y la Fórmula 1 hace amagos, y nada más que eso, con Hamilton y Alonso. 

Y en tenis, en tenis un joven suizo entra en escena. Corre el año 2003 y Roger Federer, un deportista brillante aunque inconstante, comienza el año como número 6 del mundo. Ese año Roger sale de la hierba para la que había nacido y comienza a verse claro que apunta alto. En su casa, en Suiza, concretamente en Gstaad, en julio, pierde la final del torneo ante Jiri Novak. Será la última final que pierda en mucho, mucho, mucho tiempo.

Ni Roddick, ni Ferrero, ni Hewitt, ni Safin, nadie tosía al que parecía el sucesor de Pete Sampras al principio y que al final se convirtió en una leyenda viva del tenis por sí misma. Jovencísimo, triunfador, con un talento más que excepcional y sin rivales a la vista. El número uno del mundo se servía frío y sólo quedaba por saber cuál sería su techo.

El Swiss Express, el King Fed, el Relojito Suizo, comienza a aplastar a todos sus rivales contra el asfalto americano y australiano. Nada podía parar su elegancia, su revés, su clase. Parecía ganar los torneos sin apenas sudar, merced a un tenis demasiado superior al del resto de los mortales Alertados por el fenómeno de una Fórmula 1 en la que Ferrari y Schumacher aburrían a los aficionados, los amantes del tenis nos encomendamos a tener una esperanza. O al menos, la esperanza de tener una esperanza, un jugador prometedor, un rival para Roger. Para, al menos, corroborar que podía sufrir, que era humano.

Poco antes, en 2002, había comparecido en Zaragoza el equipo español de Copa Davis para jugar contra Marruecos. Costa, Ferrero, Corretja y Ballcells venían acompañados de un imberbe chaval de 16 años abanderado del equipo. Decían que apuntaba alto, que en tierra era un ciclón. Se llamaba Rafael Nadal Parera. 

Mientras Roger consolidaba su reinado en 2004 y 2005, ganando prácticamente todo lo ganable, un jovencísimo Nadal iba metiéndose en el circuito, consiguiendo la victoria en Sopot. En diciembre, Rafa acude a las semifinales de la Copa Davis. Contra pronóstico juega frente a Andy Roddick. El estadounidense le ganó el primer set y después, de repente, transformación. El español le levanta el partido. Después del encuentro Carlos Moyá, gran amigo y mentor, pronunció una frase admonitoria: “Andy ha despertado a un monstruo”. Al año siguiente, en 2005, gana en Montecarlo, Barcelona, Roma y Roland Garros de manera consecutiva. Ha nacido un nuevo tenista de élite. Pronto se coloca como número 2 del mundo. Muchos le acusan de estar hipermusculado, de basarlo todo en el físico, de ser ultra defensivo, de valer sólo para la tierra. Nadal no contesta, y sólo se limita a seguir jugando, a seguir aprendiendo, a seguir ganando.


El de Manacor ya había tumbado a Federer en Roland Garros (en semifinales, no en una final) y se erigía como su máximo obstáculo, pero sólo era un atisbo. Sin embargo, es en 2006 cuando podemos hablar de rivalidad. Concretamente, en la final de Roma. Allí, en el Coliseo, como muchos conocen a las pistas del Foro Itálico, Nadal volvió a derrotar a Federer (ya le había ganado en Dubai y Montecarlo), en 5 sets y tras levantar dos bolas de partido para el helvético. El mundo del tenis se puso en pie. Roger Federer no había podido con Nadal en varios intentos. El español le dominaba el Head-to-head y le comenzaba a comer la moral. Contra toda lógica, el que probablemente era el mejor jugador de todos los tiempos había encontrado, nada más ascender al trono, la horma de su zapato.

Saltaba a la cancha otro jugador joven: su Némesis. Si Federer era la calma, la clase, y el talento casi errático, Nadal era la garra, la lucha y la casta. Su grito de guerra, ese "¡Vamos Rafa!" tan mediático, pronto fue tan popular como sus camisetas sin mangas, su hiperactividad en la pista o su manera de agarrarse los pantalones. A partir de entonces, y durante los años posteriores, Federer y Nadal monopolizaron el tenis de alto nivel. Todos los majors. Empezaron por la tierra, pasaron a la hierba y acabaron por jugárselo todo. Golpe a golpe, partido a partido, construyeron una rivalidad que trascendió las pistas, pero en el buen sentido. Además de rivales eran amigos y organizaban campeonatos benéficos por todos los rincones del planeta. Jamás se ha visto en el deporte una rivalidad que no trascienda eso, lo deportivo, y llegue a lo personal. Una vez terminado el último punto de cada partido, ambos se deshacen en elogios, en bromas y en iniciativas. Todo un ejemplo. Y el tiempo sigue pasando, y nadie amenaza la dictadura de estos dos titanes.

Los tintes épicos alcanzan el éxtasis en el 2008. Rafa le vuelve a ganar la final de Roland Garros. Sin embargo, lo realmente importante llegó unas semanas más tarde, cuando ambos protagonizaron la mejor final de la historia en el All England Tennis Club de Londres. Rafa le quitaba el récord de los 5 Wimbledon de Borg en el quinto set por 9 juegos a 7. Poco a poco, Nadal le había ido robando todo a Federer. Los demás, Murray, Djokovic, Ferrer, Davydenko, Del Potro… se repartían los restos. Finalmente, Nadal alcanzó el último objetivo: el número 1 del mundo y los Juegos Olímpicos, todo de una tacada.


Rafael Nadal levanta pasiones, juega un tenis excelso y se adapta a todas las superficies. Ha truncado la que habría sido probablemente la carrera más brillante de la historia del tenis. Toda esa frustración atenaza al suizo y termina por desbordarle en el Open de Australia del año siguiente. Vuelve a caer ante Nadal y en la celebración rompe a llorar desconsoladamente. El helvético ha llevado a Rafa hasta el límite y el español lo ha resistido. El de Manacor se lesiona y Roger vuelve a ganar. Consigue alzarse con la Copa de los Mosqueteros, por fin, y recuperar el trono en Wimbledon. Mero espejismo. Cuando Rafa vuelve, Roger queda relegado de nuevo al segundo puesto del ranking. Desde entonces, inicia una cuesta abajo sin frenos, interrumpida por algún episodio brillante como la consecución de una nueva Copa de Maestros en 2010 y 2011 o el Open de Australia de 2010. Cantos de sirena, como suele decirse.


Ahora Rafa es el número uno, el rival a batir. No parece que Roger pueda levantarse, ni tiene porqué hacerlo tras una carrera repleta de éxitos que, obviamente, tiene que terminar algún día. Y cuando Nadal puede aprovechar ese declive, aparece un enemigo en el horizonte.

Novak Djokovic es un pegador un año menor que Rafa. Siempre ha estado a la sombra de Roger y Nadal, consiguiendo meritorios torneos, pero sin sobrepasar la delgada línea que separa al buen jugador del crack. Esto cambió con la Copa Davis de 2010. La misma competición que viera nacer al mejor Nadal hizo lo propio con Djokovic. Un pegador, que depende de su estado de forma para que su juego funcione a la perfección y que lleva ya meses al 101%. Las tornas se han cambiado y ahora comienza una rivalidad al revés, en la que Nadal es el jugador asentado y Djokovic el aspirante. Ahora Nadal es Roger y Novak es Rafa.

Esta rivalidad se ha fraguado durante años y esta temporada ha alcanzado su máxima expresión. Comenzó la temporada Nole exultante tras ganar la Davis y lo confirmó en Australia, donde ganó sin ningún atisbo de duda. Tras ello llegó la gira americana y llegó ‘la salsa’. Dos finales entre Nadal y ‘Nole’ consecutivas, dos victorias para el serbio. Con mayor o menor oposición de Rafa, era hasta cierto punto comprensible. Jugaba en su superficie y venía crecido.

Llegó la temporada de tierra, el serbio ‘cogió la baja’ y Nadal volvió a ganar. Parecía que las cosas volvían a su cauce. Pero llegó Madrid. Allí, Novak golpeó encima de la mesa y le arrebató el trono al de Manacor. Aún encontrábamos una nimia excusa: las bolas de Madrid son muy duras, se juega en altura, Djokovic venía menos cargado de partidos…

Y después de eso llegó finalmente Roma. La relación entre Nadal y Nole, lo que nunca había faltado entre Roger y Rafa, estaba rota. Mientras el de Manacor hablaba para la televisión, aparecían imágenes de Djokovic bañándose en una piscina y celebrando el título. La última ‘payasada’ del serbio, un bromista incurable, hartó a Nadal. En Roma, con unas bolas pesadas, una tierra muy espesa y mucha menor altitud quería ganar la batalla. No pudo ser. El tenis coronoba a un nuevo rey. Sólo faltaba por ver, y lo decía también Nadal, cuándo llegaría al número uno. Nadal aguantó en Roland Garros, casi de manera circunstancial. Roger Federer, la leyenda, el magnífico, ha resurgido de sus cenizas y le ha hecho el favor de cargarse al imbatible Nole. Pero esto es un no parar. Si el serbio gana en el All England Tennis Club o simplemente si Nadal no lo hace, entonaremos aquello de ‘colorín, colorado…’. Nadal se agarra al número 1 del mundo luchando como lo que es: un talento portentoso del tenis. Federer se resiste a dejar paso a nuevas glorias para remarcar aún más un sello que la Historia recordará para siempre. Novak quiere saborear las mieles del triunfo. La leyenda, el aspirante y el novato.

Quiero recalcar que no sólo se dirime la rivalidad entre dos jugadores, sino entre dos estilos. Hay otro que, desgraciadamente, ya está derrotado. Es el de la clase, el del toque, el del talento puro, la subida a la red, el juego lento, el revés cortado, el estilismo, la puntada fina y la suavidad. Aquel tenis que jugaban Sampras o Henman (y casi todos antes que ellos en el tenis 'clásico'). Aquel cuyo último y mejor exponente ha sido Roger Federer. Björn Borg marcó el camino a seguir para el resto de los mortales que no llegaban a ese nivel de talento puro y duro: trabajo, garra, lucha, tesón, carisma, carácter, fuerza… puede que una de las mayores representantes de la primera oleada de ese tenis de garra fuera nuestra queridíisima Arantxa Sánchez Vicario. Una oleada de tenis que sumó muchos adeptos y cuyos últimos dos grandes representantes son españoles: David Ferrer y Rafael Nadal. Esta filosofía alcanzó la gloria, por ejemplo, con Ferrero. Y ahora, su máxima expresión con Nadal. Y como ya dijera Marx en sus teorías sobre el materialismo histórico, tenía que surgir una antítesis. Ante la garra y la lucha, nació la potencia pura, la agresividad, el golpeo directo, el tenis plano buscador de líneas. Lo inauguró Philipoussis, siguió Roddick, que triunfó y ahora el circuito está abonado de jugadores que tienen mazas por golpes: Isner, Karlovic, Soderling, Del Potro… y Djokovic.  El adalid de este tipo de juego, que exige una máxima concentración y un estado de forma brutal para conseguir ser regular y atacar con garantías. La rivalidad, como decía, no es por lo tanto entre Rafa y Nole, sino entre dos estilos de juego, dos filosofías, dos maneras de entender la raqueta.


Para Nadal y para este estilo es la última oportunidad. Ahora o nunca. Se atisba el final de una era y la derrota empujaría al de Manacor al ‘declive Federer’, como me da en llamarle (aunque el suizo esté viviendo un retiro que ya quisieran el resto de los jugadores de tenis del mundo). A él, a Nadal, se le ve resignado. También lo estaba con Federer en hierba y miren lo que pasó. Los periodistas y los españoles somos muy dados a encumbrar a un deportista a la altura de mito con gran presteza y destrozar ese mismo pedestal para acelerar la caída poco después. Dimos por muerto a Federer, y en Roland Garros demostró estar muy vivo. Damos por muerto a Nadal, con 25 años y 10 Grand Slam.

El mundo del tenis y los aficionados están de enhorabuena. Saben que la historia propone un campeón tras otro, que surgen genios por generación espontánea y que cuando estos coinciden el joven tiende a pedirle paso al veterano, con la consecuente dosis de espectáculo. Es lo que pasó con Federer y Nadal.

A mí, como aficionado, me da la impresión de que la historia, que tantas veces se demuestra que es cíclica, no se va a repetir en esta ocasión. Nadal no se va a hundir con 25 años, no va a dejar paso a Nole tan fácilmente. Porque Nadal es joven. Porque Nadal es muy bueno. Porque Nadal no se va a dejar comer el terreno psicológico como lo hizo Federer. Porque Djokovic necesita una regularidad y un estado de forma perfecto continuamente debido a su estilo de juego. Y, sobre todo, porque Nadal ha superado una a una las trabas que su carrera le ha ido poniendo. Ahora tiene una gran piedra en el camino, otra más, y no es tan grande como la que tenía cuando Federer estaba en lo más alto. Su musculoso brazo ya destrozó esa roca. Es un minero… y ahora le toca comenzar a picar, poco a poco, la siguiente. Roger y Rafa ya son amigos para siempre. Ahora ellos y Djokovic quieren ser leyendas para siempre.




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