jueves, 16 de junio de 2011

Silence please. This is Wimbledon



Llega el torneo más peculiar del año. El de los tenistas vestidos de blanco. El de las fresas con nata. El de los postes de la red marrones y clásicos. El de la hierba. El de la aristocracia británica. Es el torneo que todos quieren ganar, el que respira historia y tradición por los cuatro costados. Es Wimbledon, y aquí se juega tenis de etiqueta.



No empecemos por el tejado. Wimbledon es el tercer Grand Slam del año, tras Australia y Roland Garros. Se disputa sobre la superficie de hierba (es el único Grand Slam que se disputa en esta superficie desde que en 1988 Australia pasó a disputarse sobre cemento) y, como todos los Grand Slam, otorga 2.000 puntos del ranking de la ATP al vencedor. Hasta aquí todo normal. Sin embargo, de aquí en adelante comienza lo extraordinario.

Wimbledon se disputa en el All England Lawn Tennis and Croquet Club, más conocido como el All England Tennis Club. Se trata de un exclusivo club de Londres. Aunque exclusivo se queda corto: el patrón del club es, ni más ni menos, la Reina Isabel II y su presidente el Duque de Kent. Para entrar debes ser recomendado por 4 personas ya socias o bien ganar Wimbledon. También puedes esperar a que te nombren Socio Honorífico, pero eso rara vez ocurre. De hecho, casi es más fácil intentar ganar Wimbledon. En total, son 375 socios de pleno derecho y unos 100 miembros temporales. Cada uno de ellos tiene derecho a comprar dos entradas para cada día de competición (por lo que no interesa que haya muchos socios para que el aforo se rellene con aficionados 'de fuera'). 


Este es el marco, el encuadre en el que se enclava el torneo de Wimbledon. Allí llegan unos tenistas perseguidos por los focos, por el circo mediático al que llamamos circuito y, al fin y al cabo, por la celebridad. Por lo general, son los torneos los que persiguen a los jugadores para que se enrolen en sus cuadros y poder colocar figuras de primer nivel en su cartel. Para el Godó, para Gstaad o para Cincinnati es un desastre que Nadal o Djokovic no acudan, porque bajan el entusiasmo, el marketing y la recaudación. Sin embargo, en el tapete londinense funciona al contrario: es el tenista el que desea fervientemente entrar en ese exclusivo club, pisar la pista central, jugar en esa maravilla verde tan agradable a los ojos como a la tradición. Levantar la copa dorada es el sueño de cualquier tenista porque implica mucho más. Incluso las normas inamovibles en otros torneos cambian aquí: el ranking ATP no determina el orden de los cabezas de serie, sino que esto se decide mediante tres fases, con variables como el ránking pero también las clasificaciones de los últimos años en hierba y en el mismo Wimbledon. Ahora es el jugador el que se tiene que vestir de blanco porque lo manda la tradición, y punto. Jugar en Wimbledon no es un derecho, es un privilegio. Wimbledon existió antes de todas las grandes estrellas del tenis y existirá después.


Esto es así porque el torneo de Wimbledon, o al menos los torneos del All England Tennis Club comenzaron, ni más ni menos, en 1877. Fue en Inglaterra donde se inventó el tenis y un inglés quien, dicen, lo inventó: Walter Clopton Wingfield. Este torneo y este club no son sino los herederos de este legado. Se trata del trono del tenis, de su origen, de un lugar de peregrinación para los aficionados y los tenistas. Allí, entre esas paredes, dentro de unos días se enfrentarán Nadal, Federer, Djokovic, Serena, Na Li y compañía. En unas paredes que, por cierto, han sido bombardeadas durante la II Guerra Mundial, han visto algunos de los mejores partidos de la historia del tenis (quién no recuerda el McEnroe - Borg de 1980 o el Nadal - Federer de 2008) y que, aunque no lo crean, han visto ganar a un inglés el ansiado trofeo (Fred Perry, en 1936).

La pista es otro de los elementos que hacen de este un torneo tan peculiar: de un verde magnético y una belleza sublime, mucho más plástica que las moquetas o el cemento. Con el paso de las rondas el césped se va pelando, dejando calvas, desgastando. Por eso se dice que en Wimbledon es más fácil sorprender a los grandes favoritos en las primeras rondas que al final del torneo. 


En los últimos años, este aura de leyenda parece diluirse acuciada por la necesidad de un mundo cambiante: el ritmo de la bola se ha hecho más lento con un bote más regular (producto de cambios en el tipo de hierba) para favorecer el espectáculo y los puntos largos. En 2009 terminó de construirse un techo retractil que horrorizó a unos cuantos puristas que no veían razón para ello. Londres y el Reino Unido se caracterizan por la lluvia y la tradición por la tradición siempre había sido el sello de identidad de Wimbledon.

Sin embargo, estos pequeños detalles no han conseguido robarle el encanto al torneo. Un torneo dominado históricamente por William Renshaw y Pete Sampras en el apartado masculino, con 7 títulos, y (cómo no) Matina Navratilova en el femenino, con 9 bandejas de plata.

Estamos en Wimbledon y todo es posible: que Isner y Mahut jueguen el partido más largo de la historia, con 70-68 en el último set (no hay Tie Break en esta manga). Que Nadal le arrebate el trono a Federer casi entre sombras en el mejor partido que yo recuerdo. Que se juegue a eso de 'saque-volea' que nos enseñaban en la escuela de tenis pero que luego nunca nadie sabía hacer. Que la aristocracia asista al estadio en masa. Que los aficionados tomen fresas con nata mientras ven un partido o que los jugadores (salvo Nadal, claro) tengan que mantener el protocolo incluso cuando ganan.

Ya lo dijo el mismo Nadal, que por cierto tendrá el privilegio de abrir la central como sembrado número 1 (otra tradición más): después de ganar Roland Garros varias veces, reconoció que el lo que quería era ganar Wimbledon. Porque cuando caminas por la hierba hacia el banco la tradición, la historia, el Reino Unido y en definitiva el tenis te piden respeto. Te piden silencio, porque esto es Wimbledon.


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